La travesía en tres palabras:Alucinante, excitante y divertida.
Lo básico:Cúbrase de pies a cabeza, prepárese para pasarla bien, venga con la mejor onda y ánimo de juego.
Ven aquí si...¡¡¡Quieres sentirte como un niño otra vez!!!
¡Listos para el juego!
En plena batalla... perdiéndola.
Bajo esos mil litros de espuma: yo.
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El aire denso de Soacha. La espesa avena del Tolima. Los ángulos cerrados de La Línea. Las coloridas colinas del Quindío. El embriagante olor a café de las montañas. El aroma a frijol y plátano de la bandeja paisa. Los cañaduzales al costado de la amplia carretera del valle. Las piñas jugosas en vitrinas improvisadas al aire libre. El ganado deteniendo el paso. Los atrincherados soldados del Cauca. Los vertiginosos acantilados del nudo de los Pastos. Una nube de mariposas blancas desplazándose como neblina. Diecinueve horas. El Galeras detrás de un montoncito de casas cándidamente acomodadas sobre sus naguas. San Juan de Pasto.
La ciudad estaba cercada por estructuras de metal. Afuera, la gente comenzaba a reunirse alrededor de la avenida principal. Era cinco de Enero, Día de Blancos en el Carnaval. Mirábamos curiosos a través del vidrio la multitud que se paseaba divertida vertiendo aguardiente a borbotones en sus gargantas y de paso en las calles. Un vaho anisado se deslizaba por las esquinas sin apenas pisar las diez de la mañana. Mujeres y hombres habían desaparecido. Afuera, la masa homogénea se escondía detrás de lentes de sol, ruanas, pañoletas amarradas alrededor del rostro, caperuzas y sombreros. Se asemejaba más un grupo insurgente que a una población gozosa. Nosotros, mientras tanto, nos valíamos de lo que teníamos en la maleta para imitar aquel curioso uniforme. Anunciaron que era hora de salir. Nos esperaba abajo, en medio de la avenida Alfonso Zambrano, un pequeño equipo tras una cámara envuelta en plástico para rodar la primera secuencia de nuestra película. Caminé incómoda asfixiándome con mi propio aliento detrás de la densa tela naranja que cubría mi rostro. Un hombre se acercó, se rió y desparramó una espuma helada sobre mi oreja. El mundo quedó mudo por un instante. Me limpié ingenua sin saber que, en pocas horas, la audición y la visión serían recursos prescindibles. Saltamos una reja de metal que separaba a los espectadores del desfile sacudiendo nuestras credenciales en el aire. Nos pidieron que nos preparáramos para la toma, lo que implicaba despojarnos de nuestra improvisada armadura y ser mortales frente a la hambrienta turba de jugadores. “Ahí vienen”, dijeron, cuando sacaba la cabeza de mis veinte kilos de ropa. Cerbero avanzaba aplastante en nuestra dirección meneando sus tres cabezas de lado a lado en un vaivén demoledor. Lo miré presa de la admiración, mientras sus secuaces –una manada diversa que parecía sacada de Avatar o un estante de alebrijes– sacudían el asfalto bajo mis pies. Entonces, el monstruo abrió su boca y dentro de ella aparecieron, detrás de una llamarada de celofán, cientos de universos como en un gigantesco caleidoscopio. Su cresta bailaba como olas haciéndose mil o una a su antojo. Cada pliegue de papel maché era un arcoíris imposible que hacía doler los ojos y bailar el alma. Sin términos medios, aquella aberrante maravilla era una celebración eufórica de la vida. “¡Acción!”, gritaron, así que bailé. Bailé sin escuchar la música saltando casi por instinto al son de la vibración del pavimento. Al salir del vientre de alguna criatura, miré a mi alrededor y descubrí los rostros furibundos de los espectadores que cantaban en crescendo “¡Sáquenlas!” acompañado de un incesante abucheo. De un lado y del otro, estiraban sus brazos para acercar las latas de carioca a nuestra piel y verter el líquido en los lugares más fatigosos, mientras nosotros intentábamos explicar perplejos que habíamos sido autorizados por la gobernación. Poco después estábamos en Mr. Pollo bebiendo cerveza y celebrando el rodaje. El lugar era un cuadro bizarro de alienígenas y seres mitológicos que, detrás de antifaces y máscaras, despedazaban alas fritas y succionaban bebidas de un pitillo. El desfile había terminado y la mayoría de nosotros creía que el día también. “Ahora comienza el juego”, explicó C. Aquel carnaval, tan silencioso para el resto del país –como toda la región–, había sido declarado Patrimonio Histórico de la Humanidad, más que por aquel magnífico despliegue de color, música y artesanía que habíamos presenciado, por lo que pasaría a continuación. Las deidades serían reemplazadas por mortales, las carrozas por harina y carioca y el baile por el juego. Ninguno, en su más desaforado delirio, podía imaginar lo que eso significaba. La ciudad se había convertido en una arena y quien pisara la calle era inevitablemente jugador, así que la demografía de aquel ejército variaba en un centenar de años y una decena de especies. Las bombas de harina estallaban silenciosas desde todos los ángulos. Las latas de carioca se paseaban amenazantes y explotaban inesperadas a pocos centímetros de cualquier orificio facial que atreviera a asomarse. Novatos en la contienda, presionábamos tímidos el pulsador de las latas, respetuosos de la distancia y la anatomía del otro. Media hora más tarde, también nosotros éramos una especie de ejército organizado que asumía batallas contra otras tropas y, de vez en cuando, contra nosotros mismos. Avanzábamos por la avenida con un arsenal de estrategias y una munición de osadía, desplazándonos a tientas entre la densa tormenta de harina. Finalmente, llegamos a un lugar de congregación frente a un supermercado que había cubierto su fachada bajo un plástico verde de construcción. El centenar de personas reunidas parecían una mezcla entre zombies y sobrevivientes de alguna catástrofe nuclear. La música llegaba desafinada a los oídos detrás de las armaduras y aquella manada grisácea se balanceaba muy lentamente estrujándose unos con otros. Volvimos a casa para bañarnos unas horas después. A cada paso dejábamos una estela de polvo en el piso y al quitarnos la ropa montoncitos de harina caían de los pliegues más íntimos del cuerpo. Estando limpios, subimos a la azotea del edificio. Yo miraba la ciudad, mientras el otro aspiraba un cigarrillo. Desde arriba, Pasto parecía haber sido víctima del Galeras. Como si el volcán hubiera escupido un buche de ceniza que ahora permanecía inmóvil entre el suelo y las nubes dando la impresión de que el tiempo también se había ido de fiesta. |
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