La travesía en tres palabras:Alucinante, poderosa y refrescante.
Lo imperdible:¡Recorrer los xenotes! Estas formaciones de agua –que pueden estar bajo tierra o no– eran consideradas por los mayas la entrada al inframundo, así que, como verás cuando te sumerjas en ellos, son un lugar mágico.
Mi recomendación es prestarle especial atención a los xenotes de caverna porque, lo prometo, no hay nada que se les parezca. El trayecto de Cobá que incluye a los xenotes Tamcach-Ha, Choo-Ha y Multún-Ha es diverso y divertido. En el segundo de ellos encontrarás un trampolín de cuatro metros y otro de unos doce de altura... ¡a ver si te atreves a saltar al inframundo! Lo inesperado:Sian Ka'an es uno de los secretos mejor guardado de la región. Este sistema de lagunas de agua dulce es uno de los paisajes más asombrosos que he visto. Su arena blanca y escasa profundidad hacen que el agua sea casi transparente, así que, si tienes suerte, podrás ver algún manatí sin tener que arrugar los ojos. La idea es pasar la tarde flotando en uno de los canales construidos por los mayas como ruta de comercio y dejarte llevar por su poderosa corriente en un recorrido único entre los mangles.
Lo básico:Aunque es un destino de playa, muchos de los planes en la Riviera tienen que ver con turismo de aventura. Así que, junto a tu vestido de baño y tu ropa chic, no debes olvidar empacar un par de tenis y mucho protector solar.
Ven aquí si...Si necesitas un descanso o quieres conocer el paraíso.
Para dormir:Tulum puede ser un destino bastante costoso y, aunque hay opciones un poco más económicas en el centro del pueblo o en ciudades cercanas como Playa del Carmen y Cancún, les prometo que ninguna tiene la magia de mis recomendaciones. La Posada Margherita es una construcción de cabañas sencillas y con mucho estilo, queda justo frente al mar, el ambiente es paradisíaco y tiene un pequeño restaurante italiano que es de locos. Si vas en pareja, es el spot perfecto para una escapada romántica.
Ahau Tulum es un hotel playero un poco menos rústico, con un bar y restaurantes exquisitos, un gusto insuperable y una playa privilegiada. Digamos que Ahau es un poco más activo y tiene muchísima onda. Playa Azul es un poco más modesto y rústico, pero, para quienes tienen un presupuesto un poco más ajustado, esta puede ser una opción más apropiada. Para ver:¡Vayan a X'caret! Ya sé que parece un plan para niños, pero se sorprenderán de la inmensa cantidad y variedad de actividades que hay disponibles en el parque. Mi favorita fue visitar a Pablo, un maya de unos veinticinco años, para escucharlo contar la historia del chocolate y probar las recetas originales –picante, con rosas, orquídeas y sal– mezcladas frente a ti y, algunas, con tus propias manos.
Además, para terminar, no se pueden perder la cena México Espectacular: un sin fin de platos tradicionales con un giro creativo se pasean frente a ti, mientras un desfile de voces y actuaciones prodigiosas te narran la historia de México y la diversidad de sus regiones. Para comer:Muchos de los restaurantes en este lugar están en los hoteles, por eso mis recomendaciones en esta sección coinciden con los nombres que menciono en el alojamiento. La Posada Margherita tiene una carta italiana absolutamente deliciosa, una onda nocturna cálida y romántica, una pasta con camarones para chuparse los dedos y, como si fuera poco, es atendida por su propio dueño. Ahau Tulum tiene un pulpo asado que querrás repetir todos los días, una carta de desayunos increíble y una selección de cocteles que te alargará la noche.
Para leer:Aunque tuve poco tiempo para leer, llevé una copia de Después del Terremoto de Murakami y, aunque sin duda fue una buena selección, creo que un viaje como este también podría acompañarse de las letras de Octavio Paz o algo al estilo de La Historia del Amor de Nicole Krauss.
¡Saltando desde Choo-Ha!
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Durante años había escuchado la historia de cuando mamá llegó a Cartagena. Como todo relato familiar, siempre iba igual: un ex-convicto le regalaba un boleto de ida a San Andrés, pasaba su primera noche en la isla en casa de un generoso taxista, vivía un par de años con Annie --la famosa junkie neozelandesa—, se enamoraba del hombre que se convertiría en su pareja muchos años después, pisaba el corralito de piedra después de abandonar su trabajo en un hotel y ahí, frente al mar, entendía que ése había sido su destino siempre y que en aquella anacrónica ciudad le crecería la panza y la arroparían las canas.
La suya era una historia apasionante y siempre la escuchaba con los ojos bien abiertos repletos de admiración. Aquel inevitable encuentro me causaba una envidia profunda. Sabía que mi promiscuidad turística no me permitiría una certeza romántica e inexorable como la suya. Convencida de ello viajé durante años y, aunque en muchas de mis paradas quise pasar unos días más o, incluso, pedacitos de mi vida, ninguna ciudad me seducía de la manera irremediable en que lo había hecho Cartagena con mamá. Entonces, llegué a Tulum. Esperaba a la salida del aeropuerto de Cancún, con las mejillas coloradas bajo el punzante sol del medio día. Mis amigos, A. y J., aparecerían en cualquier momento detrás de aquel invariable desierto de asfalto. Miraba ansiosa y avergonzada cada carro que se acercaba a la puerta principal intentando adivinar, con un armamento de prejuicios, cuál sería mi caravana. Sentía la ropa adherida a la piel tras una capa de humedad, mientras hacía cuentas mentales concluyendo que había empacado para el viaje equivocado. Después de media hora estaba a bordo de un jeep, pegada a la rejilla del aire acondicionado, mientras les hacía todo tipo de preguntas a mis amigos estirada desde el asiento trasero. Abandonamos, con generalizado alivio, los genéricos complejos hoteleros, las playas atestadas y los bullosos bares de Cancún, avanzando a toda velocidad por la árida autopista hacia Cobá. <<Ya empezamos>> pensé pesimista, cuando el buitre se reventó contra el parabrisas convirtiéndose en una masa rojiza y dejando el vidrio delantero hecho una telaraña. Me sentí culpable de no haberles advertido que tenerme de visita durante un viaje tenía ciertas consecuencias. J. anunció que haríamos una parada en Playa del Carmen para encargar el repuesto, lo que demoraría nuestro itinerario y la llegada a la selva. Playa del Carmen era un complejo de callecitas cerca al mar repletas de taquerías, artesanías mexicanas, papel picado y bicicletas. Rondaban con los hombros enrojecidos cientos de turistas caucásicos y se asomaban desde los establecimientos los joviales rostros morenos de los locales. Mientras la oficina se encargaba de realizar el papeleo, nos dedicamos a atiborrarnos de tacos al pastor, recorrer el boulevard y mantener la temperatura corporal a punta de helado. Cuando el cielo comenzaba a pintarse de carmesí, nos alejamos de aquella colorida y alegre ciudad para seguir nuestro camino. Finalmente, llegamos a casa de A. en Cobá, alrededor de las siete de la noche. El pequeño pasaje de tierra que dirigía a la casa estaba rodeado de una densa población de árboles entre los que se escondían todo tipo de animales. La selva trinaba a gritos. Bajamos los vidrios para espiar con más facilidad cualquier tigrillo o <<chango>> que se cruzara desprevenido frente a las luces de la camioneta. Un par de kilómetros más adelante, tras unas escuetas rejas de metal, estaba una gran construcción de bahareque y madera elevada unos metros sobre el suelo, con la mezcla de autenticidad y comodidad que todo viajero sueña. A. me guiaba por las oscuras escaleras, iluminando el camino con la luz de su teléfono móvil, mientras lanzaba una serie de advertencias sobre alacranes y hormigas de las que poco entendí en el momento. Mi habitación era una cabaña independiente decorada por robustos muebles de madera, una terraza sumergida entre árboles, un baño gigantesco que se confundía con la jungla, una cama enorme envuelta en un mosquitero y unas escaleritas que llevaban a un techo en el que la cúpula nocturna escarchaba la Tierra. Abandoné la ropa sobre el piso y me metí a bañar acompañada de una fila de hormigas que desaparecía en la ventana. El agua caía pesada sobre mis hombros, con la frescura y densidad que caracteriza a la lluvia, mientras me untaba un menjunje de miel en el pelo. Apenas pisaba aquel lugar y ya sentía que mis pies hacían parte de su suelo. Tenía la fuerte convicción de que lo había visitado antes. Tal vez en sueños. Desperté hacia las ocho de la mañana. Afuera la selva interpretaba una canción distinta. Los insectos ya no eran el coro principal, habían sido reemplazados por las aves y los monos. Miré hacia afuera por un pliegue en el velo del mosquitero y vi cómo la luz espesa se filtraba por entre las ramas. Me puse de pie y busqué la fila de hormigas evitando un genocidio, pero ellas, laboriosas, habían desaparecido. Alrededor de las diez de la mañana A. y J. me observaban atónitos mientras me embutía un enorme plato de chilaquiles con el apetito voraz que me caracteriza. Al medio día, estaba frente a un espejo del baño de Xcaret mirándome la barriga en mi vestido de baño —y pensando en los chilaquiles, claro. El parque era un terreno gigantesco recorrido por canales de agua dulce que atravesaban cuevas llenas de murciélagos, iglesias y matorrales. En cada cruce nos topábamos con alguna recreación sobre los mayas o algún tipo de espectáculo con animales. Nos pasamos el día transitando de un extremo a otro del parque, entrando y saliendo del agua. Casi al final de la jornada, uno de los encargados de las relaciones públicas del parque se acercó a nosotros para recomendarnos una de las atracciones menos conocidas <<...y tal vez la más especial>>. Lo seguimos a través de recovecos hasta llegar a un pequeño recinto en el que una decena de personas se reunían alrededor de una mesa frente a un hombre delgado. <<Él es Pablo>> dijo nuestro guía, señalando al joven en el centro de la congregación. Rápidamente tomamos asiento para no interrumpir la ya iniciada explicación. Los mensajeros mexicanos eran famosos porque podían correr durante días sin parar. Cuando los españoles llegaron a México, creían que los indígenas estaban poseídos por el demonio. Durante las batallas los mayas eran imparables y las enérgicas masacres de los españoles estaban acabando una guerra que acababa de comenzar. Si no hubiera sido por la falta de higiene de los europeos --que les suministró un arma letal: las enfermedades-- es probable que no hubieran podido evitar la catastrófica derrota. El mundo sería otro. Tal vez en Europa se habrían erigido pirámides y la lengua oficial sería el nahuatl. Todo gracias al <<xocolatl>>, la palabra original que traduce: <<bebida caliente>> y que, en la transformación lingüística que caracterizó a la época, resultó convertida en chocolate. A continuación, Pablo se dedicó a pelar las semillas de cacao con una sola mano, <<como se debe hacer>>, y a molerlas bajo una piedra cilíndrica hasta convertirlas en manteca. Luego, agregaba todo tipo de acompañantes --chile, vainilla, rosas, azúcar— y los repartía entre los comensales que, acto seguido, se dedicaban a emitir una sinfonía de gemidos. Terminada la dulce historia del chocolate, caminamos hacia el teatro. Al interior, una arena gigantesca se preparaba para el espectáculo. Cuando la noche se apoderó del parque, comenzaron a llegar variados platos de comida a las pequeñas mesas acomodadas frente a nosotros. Una gama infinita de colores se paseaba por mi boca, mientras me hacía testigo del juego de la pelota, la revolución y la cumbia. El huitlacoche, el frijol, el cerdo y la cajeta me embriagaban las papilas, mientras la ranchera me inundaba los oídos. Sin duda, un espectáculo digno de grandes estadios y extasiadas audiencias, que cuenta la historia de un país --y de toda América Latina-- con el envidiable patriotismo mexicano. Al día siguiente, me desperté pensando en que no había nada que pudieran hacer mis amigos para superar la víspera. Pensé que habíamos comenzado por lo mejor del viaje y que, en adelante, mis aspiraciones no podían sino disminuir. Sin embargo, cuando comenzamos a descender por las escaleras del primer xenote subterráneo en el trayecto de Cobá, entendí que mi hipótesis era de ignorantes. La fuerza ineludible con la que la atmósfera me halaba hacia el fondo y la presión que el aire ejercía sobre mi cuerpo eran prueba de un magnetismo ancestral y misterioso. Quienes me conocen me han oído decir que conozco tres lugares innegablemente mágicos: Machu Picchu, el bosque de La Habana y los xenotes de Quintana Roo. Unas horas más tarde, recordábamos nuestro salto desde un poco más de diez metros en el xenote en gruta, Choo-Ha, al son de una pasta de mariscos y una copa de vino en la Posada Margherita. El lugar era una guarida hippie-chic --de luz tenue y madera desteñida-- atendido por su dueño, un italiano encantador que recitaba la carta como si dedicase un poema. Me desperté con el golpe seco que dio mi celular contra el piso. En la pantalla iluminada del celular había un mensaje de J.: A. se había enfermado y tendríamos que cancelar los planes del día, ellos irían al médico y mi labor consistía en divertirme... tal vez podía tomar el sol en la piscina. Me puse el vestido de baño a toda velocidad y salí hacia la casa principal cuidando no pisar ningún alacrán. Tras la pesada puerta de madera de estilo tailandés estaba una amplia sala con un colorido collage de asientos, un video beam, una mesa de centro y el colosal mesón de la cocina, enmarcados por unos ventanales altísimos que llegaban al segundo piso. Empujé con fuerza y me escurrí entre el vidrio hacia la piscina. Una pileta rectangular de agua turquesa se extendía hasta el límite con la selva frente a un Buddha de piedra. Me explayé sobre una asoleadora, abrí mi libro y me dediqué a leer. Poco tiempo después, me di cuenta de que estaba quedándome dormida. Las últimas veinte páginas que había leído eran un manchón borroso en mi memoria. Tomé mis cosas y volví a mi cuarto para hacer la siesta. No sé cuánto tiempo habrá pasado, pero me despertó el sonido de las llantas golpeando las piedras de la entrada. Salí al encuentro de mis amigos, A. tenía el rostro agotado. Me explicaron las recomendaciones del médico, me pidieron que descansara un rato más y que estuviera lista para salir a cenar. El tercer día A. insistió en que saliéramos. A pesar de mi reproche, antes del medio día estábamos a bordo del jeep. Primero, fuimos a tomar el desayuno en un pequeño hotel que quedaba pasando una laguna infestada de cocodrilos. Allí, en una construcción de piedras unas manos prodigiosas fabricaban jugo de naranja fresco, panquecas y huevos para servirlos en un modesto comedor de tres mesas. De vuelta en el carro, pasé el camino distraída por el sabor que había quedado atrapado bajo las uñas. Así que fue solo cuando J. dijo: <<llegamos>> que levanté la vista. Tras un inmenso matorral estaba una laguna infinita, tan blanca que lastimaba a la vista. Tuve que descansar mis ojos un par de veces antes de darle una buena mirada. La arena era pálida, el agua tan cristalina y el fondo lo suficientemente cercano para crear ese maravilloso efecto visual. Era la extensión panorámica de un pedazo de orilla de alguna playa paradisiaca como Los Roques. Antes de emprender el recorrido en las pequeñas lanchas que se meneaban en el muelle, nos adentramos en la selva nuevamente para hacer una caminata ecológica. Allí, A. me enseñó una bonita leyenda mexicana. Señalando un árbol delgado de corteza casi azabache, dijo: <<Ése es un Chechén>> y luego apuntado, a menos de un metro de distancia, hacia un árbol de madera rojiza, concluyó: <<y ése es un Chacá>>. El Chechén es un árbol cuya savia venenosa, al entrar en contacto con la piel, genera lesiones similares a las quemaduras de tercer grado y para ellas solo hay un antídoto, la savia del Chacá. Afortunadamente, al lado de un Chechén, siempre hay un Chacá. En la cosmovisión de los mayas el Chechén y el Chacá no solo son los fantasmas de un relato de amor sobre un pueblo valiente, una dulce princesa y un nefasto gobernante; sino evidencia del equilibrio inherente al Universo, muestra de que por cada molécula de oscuridad, hay una de luz para contrarrestarla. Abordo de la pequeña chalupa, miraba a mi alrededor asombrada, intentando mantener los ojos abiertos para no perderme de aquella incomparable belleza. El marinero era un monosilábico hombre obeso de piel canela y ojos alegres, que poco tenían de guía turístico. J. hacía las veces de narrador. La reserva natural de Sian Ka'an --cuyo merecido nombre quiere decir <<origen del cielo>>-- es un ecosistema privilegiado y diverso en el que se albergan cocodrilos y manatíes y cuya biodiversidad incluye la segunda cadena de arrecifes más grande del planeta, precedida por The Great Barrier Reef en Australia. Tras unos quince minutos atravesando una laguna después de otra, llegamos a la entrada de un estrecho canal rodeado de manglares. El marinero atracó en un improvisado muelle, nos extendió tres chalecos salvavidas y nos dijo <<los veo a la salida>>. En aquella parada se erigía una edificación de piedra que había sido usada por los mayas como una especie de aduana, un lugar de encuentro y comercio con diferentes comunidades. Investigamos un poco antes de amarrarnos las cintas sobre el pecho y saltar al agua. La corriente nos arrastraba con firmeza hacia el inmenso pasillo natural. El plan consistía en dejarse llevar, en el sentido más literal. La corriente superficial creada por la disposición de los canales, nos empujaba con la punta de los pies por delante. Pasamos más de una hora flotando a la deriva en medio de la vegetación, mirando el cielo y haciendo conversación. Al final del recorrido, nuestro navío nos esperaba en otro muelle, como habíamos acordado, para mostrarnos el límite con el mar y luego llevarnos a tierra firme. En la noche, después de una siesta y un baño, volvimos a tomar la autopista para regresar unos pasos hasta Xoximilco, un parque temático que recrea las actividades del viejo tour de Xochimilco en el D.F. Allí, a bordo de una trajinera multicolor, bebimos tequila, masticamos chapulines, nos enchilamos y jugamos toques --un dinámica en la que, tomado de la mano de otra gente, intentas resistir a las cargas eléctricas que se liberan desde una pequeña cajita. Caí rendida después de estallar en risa nerviosa con las manos torcidas por la corriente. El último día, desayunamos chilaquiles en Cancún y me despedí de mis amigos, dejándoles el libro que no había podido leer con una nota de agradecimiento. Sentada en la sala de espera escuché el lejano y cómplice crujir de la tierra al romperse, allá en la selva de Tulum, tras las raíces de un mito recién nacido. Mi fantasma, un nuevo árbol en la jungla, comenzaba a erigirse en silencio junto a un Chacá, un Chechén y un árbol de Cacao, en aquella tierra sagrada de la que tampoco yo tendría escapatoria. Abordé el avión con ojos bizcos observando de cerca la tímida cana que bailaba en mi frente. |
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