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Durante mi estadía en París –sobre la que seguramente escribiré algo, pues resultó bastante acontecida–, me pasaba horas caminando en las empinadas callecitas Montmartre y el septième arrondissement, que rápidamente se habían convertido mis favoritos. Los días transcurrían en una incesante búsqueda de la Torre Eiffel desde todos los ángulos y alturas. Cada par de horas me sentaba en algún café a mirar la gente pasar – de frente al andén, como los parisinos– acercándome peligrosamente a una sobredosis de cafeína y croque-monsieurs. Recuerdo que en aquella época viajaba con mi pasaporte, Travesuras de la niña mala de Vargas LLosa, una pequeña maleta con un paquetito de euros y un sencillo Nokia que, con bastante dificultad, recibía llamadas. Recuerdo sorprenderme al notar que con esos cuatro escuetos elementos me sobraba para vivir la más plena de las vidas. Solo me faltaba una cosa: música, porque durante los diez días de, como diría Drexler, <<acariciar aceras>>, una canción no me abandonó por un solo segundo. La vie en rose se reproducía en repeat dentro de mi cabeza sin cesar y cuando por fin en un pequeño café un parlante ronco se dignó a cantarla, mi viaje estuvo completo.
Así que la banda sonora se volvió una parte fundamental de mi equipaje, tan indispensable como los libros, los hoteles y los dólares. Aquí está mi lista para aquellos viajeros seducidos por la ciudad de las luces. |
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