La travesía en tres palabras:Misteriosa, decadente y mágica.
Lo imperdible:Ir de fiesta en Bourbon St. No importa la edad o los gustos, nadie debe dejar Nueva Orleans sin saborear un poquito de su Mardi Gras que, afortunadamente, tiene lugar cada fin de semana.
Tampoco debes perderte de las ostras gratinadas. Ya sé que no suena como que puedan cambiar tu vida, pero ¡créeme! están sumamente subestimadas y pueden terminar siendo la mejor parte de tu viaje. Lo inesperado:La música y la comida suelen ser las protagonistas de los relatos sobre NOLA, pero el misterio es la verdadera escencia de la ciudad, así que no se pierdan los tours de fantasmas en el French Quarter. Es una forma divertida y escalofriante de aprender más sobre la fascinante historia de la ciudad. Legendary Tours tiene narradores que hablan de hechos sin ser demasiado teatrales.
Lo básico:Sentarse en cualquier bar de jazz, entre más al azar mejor, y escuchar a algún prodigioso cantar una canción de Louis Armstrong, mientras tomas una cerveza o un whisky.
No olviden darse una vuelta en el trolley por el Garden District, conocerán mucho más de la ciudad, pasearán en un carro antiguo y todo por algo más de un dólar. Ven aquí si...Si necesitas un descanso o quieres conocer el paraíso.
Para dormir:Deben quedarse en el French Quarter, de eso no hay duda. Sin embargo, dentro del pequeño barrio francés hay un número enorme de opciones. El Royal Sonesta es un hotel antiguo en el medio de la acción, con increíbles acomodaciones, piscina, gimnasio y un par de restaurantes. También está The Saint Hotel en Canal St. a solo unas cuadras de Bourbon St. un lugar de mucho lujo y mucho estilo.
Para ver:Jackson Square, Louis Armstrong Park, Bourbon St., Frenchmen St., Garden District, los cementerios, el Mississipi, New Orleans Museum of Art (es soprendentemente bueno), las tiendas de vudú y magia, el insectario en Canal St., y los paseos en aerobote por los pantanos, son algunas de las cosas que no debes dejar de hacer estando en NOLA.
Para comer:Mi mayor recomendación gastronómica es Café Amelie. Es un lugar increíblemente guapo, al aire libre, muy romántico y con una carta deliciosa que varía desde la cocina créole hasta la mediterránea. No se pierdan el gumbo, los langostinos, ni la burrata.
Por otro lado, pasen por Acme Oyster Bar y prueben las ostras gratinadas... ¡La porción más grande, si no habrá pelea! Además, como regla, quien pasa por NOLA debe hacer una parada en el Café Du Monde para bañarse la cara en ázucar con una porción de beignets. Para leer:Agatha Christie, Murakami o cualquier autor con oscuridad y misterio son buenos compañeros para este viaje. También recomiendo algún libro sobre Madame LaLaurie o Marie Lavoe.
Bourbon St. al caer la noche.
Bourbon St. y al fondo el Warehouse District.
J. y yo frente a la mansión de Madame LaLaurie.
Canal St. al atardecer.
El último atardecer en NOLA, sin filtros.
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Pensando en jazz y frituras vi por primera vez el letrero de Bourbon St. Habíamos dejado atrás las grandes avenidas y escuetos edificios de la ciudad para adentrarnos en el French Quarter. Un sol flameante azotaba la ciudad, pero aún así la pintura sobre las paredes parecía mojada. Algo en ellas daba la sensación de haber soportado una fuertísima tormenta instantes atrás, sin embargo el pavimento de las calles desmentía la artimaña. Solo el asfalto de Bourbon estaba realmente empapado, pero no era víctima del clima, sino de unas incesantes mangueras que vertían agua a borbotones sobre las aceras. En la comisura de las calles se hacían pequeños estanques de un líquido oscuro y viscoso resultado de la mezcla dos partes de agua, dos de jabón y su equivalente en desechos humanos.
It’s the stinkiest part of the city, dijo Bob, nuestro conductor, —en realidad, no recuerdo si ése era su nombre, pero tenía cara de Bob con toda certeza— quien llevaba una mueca que parecía estar en el medio del asco y la burla, mientras aparcaba el carro en una esquina frente a un letrero que leía Desire en grandes letras luminosas. Solo cuando J. abrió la puerta entendimos de qué hablaba. Un vaho denso y putrefacto se apoderó de nuestros orificios nasales ahuyentando cualquier rastro de oxígeno de los pulmones. Tomé dos bocanadas más de aire —si así podía llamarse—por instinto de supervivencia y estuve cerca de la asfixia, así que decidí dejarlo entrar por la boca esperando que mis papilas gustativas hicieran la vista gorda a semejante manjar. No me equivoqué, parecían ser más tolerantes a ese caldo que la nariz. Me deslicé al baúl del carro para arrastrar mi maleta con la boca entreabierta y la convicción de que mi cuerpo podría extraer algo de vida de aquellos gases. En la parte de atrás, me encontré a Bob sumando los veintitrés kilos de nuestro equipaje a la ya sobrecargada estructura de metal que hacía las veces de pierna derecha. Escuché un ligero chirrido y el pesado cuerpo de Bob se balanceó como un péndulo durante unos instantes sobre el delgadísimo implante. ¡Wow!, exclamó con una voz gruesa, pero infantil y se palmeó su barriga un par de veces como felicitándola por haberle devuelto el equilibro a punta de gravedad. Nos despidió con una calurosa sonrisa, los cachetes enrojecidos y unas gotitas de sudor sobre la frente, y nos observó arrastrar la maleta al interior del edificio. Adentro, un aroma frutal nos lavó los pulmones de golpe. Este viaje gastronómico parecía haber confundido el sistema digestivo con el respiratorio. El hotel era una lujosa y antigua estructura del siglo XVII con balcones españoles y un frondoso patio interno. Carlos Vives escribió mal la canción, se parece a Cartagena, comentamos. Luego de hacer el registro, dejamos las maletas en bodega y salimos a deambular por la ciudad para esperar a que la habitación estuviera lista. Eran alrededor de las nueve y media, cuando atravesamos la callecita adyacente al hotel con una misión: comer beignets en Café du Monde. En el pequeño promenade que recorre el Mississipi, dimos un giro a la izquierda y vimos —detrás de los carruajes, una manada de indigentes y una muchedumbre reunida alrededor de un saxofón— el toldo de rallas verdes y blancas que recordábamos de las fotografías. Al acercarnos, dimos con una fila que nos alejaba casi un bloque del lugar. La gula de J. insistió en que esperáramos, así que nos ubicamos al final de aquella culebra de pieles lechosas, vellos rojizos, barrigas prominentes, tatuajes y gafas de sol que avanzaba con más velocidad de la esperada. Unos quince minutos después, atravesábamos unas rejitas de metal, mientras al fondo un hombre moreno y arrugado rasgaba las notas de Amazing Grace a capela. Estuvimos de pie en aquel limbo durante un buen rato viendo revolotear un enjambre de meseros asiáticos a nuestro alrededor sin siquiera reconocer nuestra existencia, hasta que un hombre, que se las arreglaba para sostener sus cien kilos en una pequeña silla de metal, nos señaló una mesa al fondo que estaba vacía: sin ocupantes, pero con una ruma de servilletas, tazas manchadas de café y montoncitos de azúcar glas. Luego de una media hora de coreografía para llamar la atención de algún camarero, uno de aquellos hombrecitos, vestido con lo que parecía ser un sombrero de papel, arrojó sobre la mesa un par de cafés —vertidos más en el plato que en el pocillo—, dos vasos de jugo de naranja brillantes por el calor y un plato con una montaña de panecillos fritos glaseados por una porción enorme de azúcar en polvo que parecía nieve. Un momento después, nuestros rostros y vestimenta daban la impresión de haber atravesado una tormenta de leche Klim, mientras nos embutíamos esos gofres hechos pan y sumergíamos la punta del índice en lo que quedaba de la nívea tempestad. Hacia las once caminábamos en dirección al hotel, después de recibir una llamada en la que una voz gruesa, al escuchar mi “Hello”, dijo abruptamente “Your room is ready” y, apenas terminada la frase, cortó el teléfono. Entonces, atravesamos distraídos el Jackson Square esquivando borrachos que gritaban sin-sentidos esporádicamente, harlistas vestidos de domingo, gitanas videntes, músicos y turistas. En el camino, encontramos una tienda improvisada en la sala de una casa colonial —que parecía hecha a escala— atendida por una mujer guapísima que bordeaba los cincuenta. Llevaba sobre su cabellera castaña un sombrero negro adornado con plumas de colores y alrededor de sus ojos azules una gruesa capa de pintura oscura. Al mencionarle nuestro origen, abrió los ojos entusiasmada y nos contó una anécdota sobre algún país latinoamericano cuyo nombre ya no recordaba bien y terminó su historia con un injustificado “Medellín” —probablemente injustificado por mi falta de atención— relato que, para mi sorpresa, no concluyó con “Pablo Escobar”. Antes de irnos, le insistió a J. que comprara un sórdido vestido verde y morado que habíamos observado con morbo durante unos instantes y nos despedimos con una promesa que dejó nuestros labios ya rota. Apenas eran las siete cuando emprendimos nuestra salida nocturna. Al empujar las puertas del hotel, nos transportamos a una ciudad nueva, como si ellas fueran un portal mágico que pudiera viajar miles de kilómetros. Incluso el vaho parecía haber vuelto a la vida. Ya no era aquel cadáver putrefacto, sino un intenso tufo de humanidad. De lado a lado había pequeños letreros de luces y puertas abiertas de las que escapaban todo tipo de melodías en excitados alaridos. La muchedumbre se atiborraba en la pequeña calle, trastabillándose aquí y allá con unos vasos plásticos repletos de alcohol en la mano. De los balcones de madera se asomaban cuerpos a medio caer que festejaban eufóricos y arrojaban collares de borlas a la calle, supuestamente a las mujeres que dejaran sus pechos al aire por un instante, pero que más seguido arrojaban a simples sonrisas. En el medio de la avenida, una cruz de cartón gigantesca junto a la que un joven de unos veintitantos predicaba su fe repitiendo a modo de coro las palabras pecadores y salvación, y hacía énfasis de vez en cuando en Jesús, pronunciándolo con un marcado acento sureño que lo desvirtuaba hasta renombrarlo: <<yeisus>>. Succionamos un par de hurricanes —bebida de la cual solo conozco el nombre—; nos tomamos una cerveza en un pequeño bar de jazz, mientras una prodigiosa banda cantaba la versión de Louis Armstrong de What a Wonderful World; visitamos las tiendas de souvenirs que exponían divertidas camisetas con mensajes como “I got Bourbon faced at shit Street” y amarres de vudú; nos instalamos bajo un balcón para presenciar la rifa de los collares; comimos pollo frito con bizcocho; y terminamos en un bar de rock convertidos en groupies del bajista, tomando shots de algo y cantando a todo pulmón Sweet Home Alabama. A la medianoche abandonábamos aquel sueño eufórico a través del portal que daba contra nuestro hotel. Al día siguiente, decidimos alejarnos del cuerpo en descomposición al que se asemejaba Bourbon. Caminamos hacia Frenchmen Street, una calle menos frecuentada por turistas al interior del French Quarter. La ciudad parecía abandonada y los cuervos graznaban desde los árboles en aquella Nueva Orleans con resaca que tanto distaba de la que habíamos vivido horas atrás. Llegamos finalmente a una callecita que parecía una versión más pequeña y más limpia de la borbona. Entramos en un agradable café para comer algo y escogimos —de un menú que ofrecía huevos benedictinos y salchichas de caimán— un sencillo plato de frutas y jugo de naranja para no dañar el apetito que cuidadosamente habíamos cultivado para la reserva que teníamos un par de horas después en Café Amelie. De camino al almuerzo, nos detuvimos en un restaurante en el que una chica bailaba tap al son de su banda de jazz y nos tomamos un trago de whisky fondo blanco como excusa para quedarnos de pie en la barra un rato observando el espectáculo. Más tarde en Café Amelie, nos embutimos una variedad de platos que mezclaban langostinos en salsa asiática, huevos con cerdo y gumbo, perdiendo por knock-out aquella pelea gastronómica que nos obligó a sumergirnos bajo las cobijas y hacer una siesta. Unos días después, luego de viajar en trolley a los cementerios y pasear por el embrujado Garden District —un barrio de hermosas y lúgubres mansiones antiguas--, hacíamos parte de un grupito de turistas que vagaban detrás de Ray, nuestro guía en el tour de fantasmas. Junto a él, pasamos horas recorriendo las calles del French Quarter, descubriendo hermosísimas construcciones y escuchando la historia de una ciudad misteriosa de la que esta Nueva Orleans había heredado la decadencia y el vudú. Al compás de su relato, fuimos testigos de las sanguinarias torturas que Madame LaLaurie infligía a sus esclavos en el ático de su mansión; descubrimos los trucos de la mulata Marie Lavoe —mejor conocida como la reina del vudú— que, siendo peluquera, chismosa y junto a un ejército de hijas que se llamaban y vestían igual a ella, convenció a los habitantes de Nueva Orleans de su videncia, su eternidad y su ubicuidad; viajamos en la embarcación que traía a las cincuenta y dos mujeres quienes, luego de meses encerradas en el sótano de un barco sin ver la luz del sol y víctimas de enfermedades como la periodontal —condición que alarga los dientes—, fueron encerradas en un asilo y acusadas de ser vampiresas; y presenciamos el arribo de los refugiados Haitianos que trajeron como contrabando el voodoo y su versión malintencionada: el hoodoo. Al partir, la ciudad vestía un halo denso procurado por las condiciones meteorológicas que habían arrastrado la lluvia y la neblina, pero también del misterio, la sangre y los hechizos que ahora la adornaban ante mis ojos. En esa Nueva Orleans, visitamos un par de escaparates más, espiamos con cautela amuletos que decían invocar a Satanás y nos sentamos a comer ostras gratinadas en la barra de un bar. De vuelta, Boo —pronunciado <<bú>>, como el amor moreno, pero también como el espanto— un dulce disc-jockey de dos metros de alto y piel azabache, nos llevaba al aeropuerto. J. miraba su celular y Boo hablaba de sus hijas y sus ingresos, mientras mi mano dibujaba siluetas con el viento sobre un imponente atardecer lapislázuli, borgoña y coral que solo podría ser descrito como aquella ecléctica ciudad: pura magia. Bourbon faced at shit street.
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